En 1969, uno de los liberales más paradigmáticos del mundo anglosajón, pronunciaba las siguientes palabras para dibujar el contorno conceptual de la autonomía personal:
"Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores, sean éstas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mí mismo y no de los actos de voluntad de otros hombres. Quiero ser sujeto y no objeto, ser movido por razones y por propósitos conscientes que son míos, y no por causas que me afectan, por así decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí; dirigirme a mí mismo y no ser movido por la naturaleza exterior o por otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un esclavo incapaz de representar un papel humano; es decir, concebir fines y medios propios para realizarlos".
Ese liberal, es Isaiah Berlin. Su pasaje, es una de las versiones que reflejan con mayor fidelidad el reclamo que el liberalismo tiene en mente cuando invoca la palabra "autonomía". Ese reclamo que dice que todos las personas son libres de decidir su propia vida; el reclamo que afirma "que toda la fábrica de nuestro discurso moral cotidiano se sustenta en la presuposición de un agente moral revestido de ciertas características sin las cuales es imposible comprender qué estamos haciendo cuando realizamos deliberaciones éticas o emitimos juicios basados en ellas, como reprochar conductas o encomiar actitudes".
De Dworkin sólo tomo el título. He preferido comenzar con Berlin. Con el padre del pluralismo liberal y el defensor incansable de la libertad.
En nuestro país difícilmente alguien puede asegurarse la clase de libertad que defiende Berlin. Nadie estudia donde quiere. Nadie trabaja donde quiere. Nadie vive donde quiere. Claro, a todos estos enunciados podría añadir el "casi". Pero me sabe muy mal. Creo que todos (o "casi" todos) estudian donde pueden. Trabajan donde hay trabajo. Viven donde hay lugar y les alcanza para pagar. ¿Por qué me sabe mal decir "casi"? por que los que pueden alcanzar esa clase de libertad se encuentran en un pequeño círculo de privilegiados. De esos que pertenecen al pequeño porcentaje del 10 por ciento de personas de nuestra población y no al terrible 50.6 por ciento de la población que vive en extrema pobreza. Gente que no puede decidir nada en su vida; dónde vivir, dónde estudiar, qué comer. Gente que, en definitiva, no es libre. Es presa de sus circunstancias. Al otro 40 por ciento pertenece gente golpeada de la clase media baja que apenas tiene tiempo para soñar con la libertad de decidir.
Un cínico podría decir que sólo es esa clase de libertad la que está siendo comprometida en nuestro país pero que, hay otra clase de libertad que todavía es posible de ejercer. Esa libertad que el mismo Berlin llamaba "negativa" y definía de la siguiente manera: "soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad. En este sentido, la libertad política es, simplemente, el ámbito en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros. Yo no soy libre en la medida en que otros me impiden hacer lo que yo podría hacer si no me lo impidieran". Es decir, la libertad de hacer y de movernos como queramos. De ir y de venir. De hacer lo que nos plazca cuando nos plazca. Subir y bajar. Adelantar y retroceder. Sin embargo, esta clase de libertad está también perdida. ¿Quién es libre en este país de poder conducir en sus carreteras sin ser (o correr el riesgo de ser) parado por un retén militar? ¿Sin el miedo de ser molestado por las autoridades o confinado por los delincuentes? ¿Quién siente la libertad de caminar por las aceras en la noche? ¿Quién puede dar vuelta en la esquina sin preocuparse? ¿Podemos llamar a esto libertad? ¿Podemos sentirnos bajo estas circunstancias libres y autónomos?
No está de más recordar que cuando perdemos la libertad, enterramos a la igualdad.
René González de la Vega
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